El monumento al gran Alberto Spencer

El mejor futbolista ecuatoriano de todos los tiempos, Alberto Spencer, tiene una estatua en el explanada del estadio que lleva su nombre

Foto: José Beltrán


En nombre del fútbol hay que agradecerle a la Federación Deportiva del Guayas haber rescatado el monumento al más grande y universalmente famoso futbolista nacional de un oscuro cuarto donde ‘La Nueva Era’ lo refundió para que se pudra. Y también en nombre de los periodistas que tuvimos la fortuna de verlo desde sus primeros años; que fuimos testigos de esas dos jornadas llenas de esplendor contra Huracán y Peñarol, en julio de 1959, y que lo admiramos con la divisa del célebre Peñarol, con la enseña tricolor en Sudamericanos y eliminatorias y lo despedimos con la camiseta oro y grana del ídolo del Astillero.

Se fue de las canchas dejando una estela luminosa en muchos estadios del mundo. Espectadores de todas las razas se levantaron asombrados y rugieron de emoción con los goles espectaculares de un artillero ecuatoriano que nunca quiso cambiar de nacionalidad, pese a que se lo propuso el país que lo acogió con gran cariño, que era doble campeón olímpico y dos veces monarca del mundo y que en los años 60 seguía siendo potencia planetaria. Prefirió jugar la eliminatoria de Inglaterra 1966 con la Tricolor y pudo haber llegado a Wembley si en el camino no se hubiera interpuesto un árbitro venal y corrupto llamado Eunapio de Queiróz.

Gente que desprecia la historia e ignora que el presente está lleno de pasado, que jamás ha leído un libro (ese enemigo de papel, según ellos) y que carece de tiempo para investigar porque está ocupada en las tácticas y las estrategias, se empeña en quitar brillo a un atleta al que, en otros lugares más ilustrados, le han levantado templos de admiración y sobre el que se han escrito lujosas crónicas en todos los idiomas. Nunca olvidaré la asombrada expresión de un maestro del periodismo como Emilio Lafferanderie (El Veco) una tarde en que departíamos con varios colegas latinoamericanos en el Centro de Prensa de Yokohama, Japón, durante el Mundial 2002. Hablábamos de grandes cracks sudamericanos de todas las épocas. ¿Y Spencer? le pregunté a el Veco y él se levantó, alzó los brazos y exclamó: “¡Era un monstruo, un rayo, le dio una nueva vida al fútbol uruguayo. Te lo digo yo que soy hincha de Nacional. Ustedes tendrían que hacerle un monumento!” Y se hizo el monumento que la desidia y el odio al mérito de las cachiporreras de ‘La Nueva Era’ mandó al desván en las catacumbas del semidestruido estadio al que un día rebautizaron con el nombre de Alberto Spencer. El homenaje careció de oportunidad. Alberto esperaba que se lo rindieran en vida. Lo esperó por muchos años y se cansó. En el nuevo siglo los dirigentes de Fedeguayas pusieron sus propios nombres a los escenarios federativos. El del Modelo se lo reservaban a no sé quién, pero no era a Alberto.
Y si revisamos la historia la mayoría de los escenarios llevan el nombre de dirigentes, algunos muy merecidos, como las piscinas Asisclo Garay y Alberto Vallarino, el coliseo Voltaire Paladines, el estadio George Capwell. El reconocimiento a los deportistas es escaso: el diamante Yeyo Úraga y el estadio de tenis Francisco Segura. El coliseo Abel Jiménez, el estadio Ramón Unamuno y el gimnasio César Salazar Navas fueron demolidos sin justificación alguna.
El 22 de mayo del 2006 EL UNIVERSO, en nota firmada por Martha Murga (‘Spencer: que el homenaje sea en vida, y no después’) reveló que algunas autoridades guayaquileñas pidieron a la Federación que el estadio Modelo lleve el nombre del goleador supremo de la Copa Libertadores (54 tantos). “Ojalá le pongan el nombre antes que me muera. Sería feísimo después”, dijo Alberto a nuestro Diario. Todos se hicieron los desentendidos. Recién se acordaron cuando Alberto era ya de otro mundo.

Me había prometido no volver a hablar del mérito de nuestro crack como el mejor y más famoso jugador ecuatoriano de todas las épocas. Creo que es un tema que solo pueden discutirlo los desinformados y los que reniegan de la historia. Tengo en espera un libro que algún día tal vez pueda publicar titulado La Leyenda de Cabeza Mágica, que recopila un centenar de crónicas, reportajes, entrevistas y fragmentos de libros escritos por las plumas más celebradas del planeta fútbol.
Y quiero citar partes de algunos testimonios. El libro 100 Años de Gloria, que fue editado por el diario El País, de Uruguay, señala: “El gol marcado por Alberto Spencer en la final de Madrid, ante el Real Madrid, tuvo espectacularidad semejante al que en 1986, en México, (Diego) Maradona le convirtiera a los ingleses. El jugador ecuatoriano arrancó desde su campo, sobre el lado derecho de la cancha en veloz e imparable carrera hacia el arco madrileño. Al llegar a la puerta del área entregó la pelota al peruano Joya quien, de primera y con golpe de taco la devolvió a Spencer ya ingresando al área para definir con un toque suave ante la salida del golero Betancourt”.
‘Nacido goleador’
“Felino, agresivo y tenaz” es como lo describió Julio César Pasquato (Juvenal) en El Gráfico: “En el estilo de Pedro Alberto Spencer se confundían esa felinidad tan especial de los atletas de raza negra con la agresividad, el dinamismo y la tenacidad del futbolista británico (…) Su coordinación para elevarse desde y hacia cualquier posición, sumada a la potencia de su juego de cabeza, lo hicieron particularmente temible para las defensas rivales. Tenía, además, las condiciones básicas del que ha nacido goleador: el olfato para apreciar el momento y la oportunidad de entrar al remate decisivo, la llegada por sorpresa, la frialdad y la certeza para definir de un modo implacable. Metió la mayoría de sus goles en zona del área penal. Los hizo rematando con el pie, de volea, de sobrepique o desviando con un toque justo la trayectoria de esa pelota que cruzaba frente a los palos adversarios. O de cabeza, como se produjeron sus conquistas más espectaculares. Aquel tercer gol de Peñarol contra River, en la final de Santiago de Chile de 1966, fue mucho más que un frentazo. Fue un verdadero penal de cabeza. Un cañonazo que sacudió la red por encima de la cabeza de Amadeo Carrizo. Por eso, con 54 impactos (48 con Peñarol y 6 con el Barcelona de Guayaquil) ha quedó en la historia como el máximo goleador de la Copa Libertadores de América”.

En el funeral en Montevideo el exmandatario de Uruguay y presidente honorario de Peñarol, Julio Sanguinetti, recordó así a nuestro compatriota: “No era ni número 10 ni número 9, ni entreala ni centrodelantero. Era el goleador, el que daba vuelta los partidos con su sello propio que no se puede comparar ni con los que estuvieron antes ni con los que vinieron después. Al principio a la gente le llamaba la atención cómo saltaba entre los defensas en momentos en que la televisión no mostraba los golpes de quienes no lo podían controlar. Jamás respondió a esos golpes. Nunca fue desleal y exaltaba al fútbol a su más grande expresión. Velocidad, elasticidad y un gran cabezazo que emergía detrás del grupo de defensas y colocaba la pelota en un lugar inesperado. Con cuatro zancadas, con su agilidad natural, hacía todo sin esfuerzo como los bailarines que dan saltos de ballet sin que sus rostros denoten cansancio”.

Fuente : eluniverso.com


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